Productos de la tierra de Catamarca

La tercera entrega sobre nuestro viaje al Inti Raymi en Catamarca. Conociendo a los artensanos y a los habitantes del valle de catamarca, como viven la recuperación de su identidad y costumbres ancestrales. Acompañanos en nuestro #CaminoAlSol2015, un viaje que moviliza los sentidos!

En el camino al Inti Raymi descubrí como la provincia de Catamarca se caracteriza por ser una zona “artesanal”. Productores locales luchan día a día por salir adelante y progresar en esta tierra seca pero llena de vida. Rostros sonrientes dan la pauta de que para ser hay que hacer. Resistir y sentir, las premisas de esta bitácora de sensaciones.

Mire donde mire siempre hay un cultivo. Nogales, olivares, viñedos. Visité Catamarca en temporada de mandarinas, ancos y zapallos, así que los tamales y las humitas estaban a la orden del día. Elaborados con choclo, cebolla, harina de maíz, anco y, en caso de los tamales, carne. Delicias que se deslizan suavemente por el paladar y calientan el alma.

Estuviera donde estuviera los olores de extrañas cocciones siempre estaban presentes y llamaban a buscar refugio del clima invernal (el frio: la excusa perfecta).


Antes de continuar con este relato un poco de contexto: en el posteo anterior conté como este suelo estaba habitado por varias culturas, incluyendo a los Incas. El por qué de esto es debido a la riqueza del suelo y las cualidades naturales de la zona. Cosa que se conserva hasta la fecha. Sus ríos, sus arroyos, los desniveles del terreno, la incidencia del sol, el microclima, posicionan a los Valles Calchaquíes como zona de cultivo por excelencia. Y esto se extiende a la cría de animales (llamas vicuñas, guanacos, cabras, ovejas, cerdos entre otros).

La megaminería es consecuencia de la vasta riqueza del suelo -y del la ambición del hombre-. Repudiada por algunos, fuente de trabajo para otros. Además de causar daños ambientales la minería trasforma los hábitos de las personas. Lejos de polemizar, la realidad es que generaciones de artesanos que se vieron obligados a trabajar bajo tierra en busca de un mejor pasar y perdieron sus conocimientos ancestrales. Hoy, por suerte, poco a poco eso se va esfumando. He visto como las personas buscan recuperar su identidad perdida, esa que da origen a sus apellidos.

Hombres de palmas grandes y pieles rasgadas por el sol elaboran deliciosos vinos. Antiguos obreros de maquinarias pesadas que hoy recolectan frutos tan delicados como las uvas. Personas que pueden dar descanso a sus cuerpos hundiendo sus manos en la tierra.

Jóvenes cuyo futuro era incierto y que  bajo las alas de una de las hilanderas de la zona, trabajan los telares como si lo hubieran hecho durante toda su vida, y elaboran productos únicos. Obras de arte en lana. Una tarea  en donde la fuerza masculina no importa, si no la disciplina, la constancia y la creatividad. Cuando visité la casa de la señora Selva Díaz, la dueña del lugar del que hablo y “madrina” de estos jóvenes, estaba elaborando un manto para el Papa. Si, el Papa Francisco. Estaba en el medio de la nada, en un lugar muy humilde y ese producto blanco como una nube, hecho con lana de vicuña -la mejor de todas, la más delicada- iba a volar miles de kilómetros hasta las manos de una de las figuras más importantes del mundo. Increíble.

Conocí mujeres que agrupadas en una cooperativa trabajaban con maestría y en conjunto sobre grandes telares. Tiñendo lanas con productos naturales como cebollas, yerba, cáscara de nuez, para buscar colores brillantes y hermosos.

Visité un molino que trabajaba con ajíes, maíces, comino, pimientas, nueces, pimientos. Mi nariz se confundía  por la fusión de aromas pero mis sentidos se exacerbaban. Colores, texturas, formas. Probé, sentí, olí, vi. Indescriptibles. Daban ganas de estornudar pero no me atrevía a hacerlo, quería conservar los aromas lo máximo posible.


En el barrio de Chacarita, dentro de la Ciudad de Santa María, un grupo de artesanos se unió para regular su actividad. Manipulan la fibra de  una planta silvestre que solo crece en la zona (el simbol) para crear cestos, bolsos, cuencos. Mueven sus manos rápidamente y en poco tiempo el producto ya está terminado.

Mi estómago fue feliz durante toda mi estadía en Catamarca. Las comidas únicas, diversas, siempre caseras. Un mismo plato y muchas formas de prepararlo. Lo recuerdo con alegría y dos kilos de más.

Algo que quiero destacar fue la visita a la casa de Doña Blanca Herrera. Madre de cinco mujeres y un va
rón (todos mayores de edad) que trabajan codo a codo para crear los productos regionales más sabrosos que probé. Me recibieron con una mesa llena de comida casera. Alfajores de capia con cayote, tortitas de leche, tortas de turrón, rosquetes, un mate cocido sabrosísimo, pan casero recién salido de uno de sus tres hornos de barro y un dulce casero de un fruto similar al damasco (lo más rico que probé en el viaje). Esta familia, los Herrera,  tiene una sensibilidad gastronómica inigualable. Están orgullosos de trabajar juntos y de, a pesar de la adversidad, nunca bajar los brazos. Transmisores de una herencia culinaria. Ellos resumen el amor y las ganas de progresar de esta comunidad al norte del territorio argentino. Los recuerdo con una sonrisa y los abrazo a la distancia. A todos.

 Por Santiago Maurig

 

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