Las Quinuas en Antofalla, un oasis en medio del desierto volcánico

Entrar al pueblo de Las Quinuas fue como alcanzar un oasis en medio del paraíso por el que estábamos circulando en medio de la puna.

En el Viaje por Catamarca, recorriendo Antofalla, presentimos una certeza.

No podía haber nada mejor. Al menos, eso parecía.

El viaje por Antofalla y sus confines ya nos había entregado demasiado y el desierto volcánico parecía inagotable y suficiente.

Parecía, pero no. Todo es posible en La Puna y, de repente, los álamos amenazaron con otro espectáculo.

Bienvenidos a Las Quinuas.

La vida inesperada | Las Quinuas: un oasis en medio del desierto volcánico

La visita a Las Quinuas no estaba prevista en el itinerario, sin embargo nuestros guías de Chaku Aventuras, cual genios de la lámpara, nos concedieron un deseo más.

Como si hiciera falta. No era necesario pero hay que reconocer que semejante concesión fue el climax perfecto para una jornada inolvidable. Placer mayúsculo.

Después de atravesar el Salar de Antofalla y de visitar el pueblo homónimo, el desierto infinito, los volcanes acumulados y todos los colores que pintaron el paisaje parecían el combo perfecto. Pero no.


Ya habíamos aprendido que la Puna siempre se reserva sorpresas.

Esta vez, entre unos muros rojos custodiados por una columna de álamos con un verde como solo concede la primavera.

Si hay árboles hay vida. Y la vida, ahí, se llama Las Quinuas.

El apego a la tierra | Las Quinuas: un oasis en medio del desierto volcánico

Entrar en este pueblo fue como alcanzar un oasis en medio del paraíso por el que estábamos circulando. Isidora nos abrió las puertas y nos recibió como una auténtica anfitriona.

Isidora es una de las tres habitantes de Las Quinuas.

Esa tarde estaba acompañada por su hija y su nieto, que estaban de visita.

No había nadie más. Nos acompañaron y nos enseñaron las vides.

Y los manzanos. Y la huerta que cuidan para alimentarse.

No era posible. ¿Cómo? Aquello era la nada más absoluta.

Sí, la mente urbanita pensó inmediatamente cómo era posible vivir ahí.


Una mínima vertiente de agua dulce tiene la respuesta. Mínima pero suficiente.

Posible.

Le pregunté a Isidora si siempre ha vivido ahí.

Hubo un tiempo que no, me dijo, pero no fue mucho. Tenía que volver. ¿Cómo iba a abandonar esto? Mis animales, mi huerta… ¿Dónde iba a estar mejor?

Este pueblo es su casa y su vida.

Ahí laten sus raíces enganchadas a la tierra volcánica. Paseamos con ella y nos enseñó el pequeño oratorio.

Y todas las vistas posibles. Desde todos lados se observaba el salar.

El infinito que era todavía más inmenso.

Y el silencio rugía en la soledad más descomunal a la que yo había llegado nunca.

Nos despedimos de Isidora y su familia.

Para regresar a Antofagasta nos subimos de nuevo a las 4×4.

Ya en la camioneta le pregunté a nuestro guía: ¿Cómo hacen cuándo se ponen enfermos? Me miró, me sonrió y contestó: ellos nunca se enferman.

Claro. Después de este deseo inesperado, el camino de regreso siguió desbordándonos.

Se nos agotaron las exclamaciones para tanto asombro.

El silencio no solo era suficiente. Era necesario. Y lo exprimimos.

La vida transcurre en Las Quinuas como si fuera magia o un milagro que devuelve la fe a cualquier escéptico.

Si existe el paraíso, debe parecerse bastante.

Por Henar Riegas

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