Los confines de Antofalla, en medio de la inmensidad del silencio

En nuestro recorrido por la puna de Catamarca, pasamos un día entero visitando los confines de Antofalla, desde el salar hasta el pueblo.

En nuestro recorrido por la puna de Catamarca, un día entero iba a estar dedicado a Antofalla en todos sus confines, desde el salar hasta el pueblo.

Si esta parte de la puna precisaba un día completo de visita, el lugar debía merecerlo.

Así lo imaginamos. Lo que no sabíamos es que, como suele suceder, la realidad siempre desbanca a la imaginación.
 

Desde que salimos de Antofagasta se presentía que la ruta iba a enloquecernos.

Para empezar, desde el primer momento en que nos subimos a las 4×4, la ruta se recorría por tierra volcánica, con todo lo que eso significa.

El espectáculo, de nuevo, estaba garantizado.

Y el silencio. Y la inmensidad más imponente con la que nos hemos encontrado nunca.

Salar de Antofalla | Viaje por Catamarca

A bordo de las 4×4, el guía de Chaku Aventuras nos pidió que cerrásemos los ojos.

El factor sorpresa suma, incluso después de tantas como ya nos había otorgado la puna.

Sí, los cerramos a conciencia. Y mereció la pena, sin duda. La sorpresa funcionó.

No todos los días uno se topa con el salar más largo del mundo: el Salar de Antofalla.

No todos los días se puede atravesarlo.


En ese itinerario, en el que llegamos a alcanzar los 4.600 m.s.n.m. observamos, de lejos, el Volcán homónimo.

Pero lo mejor es que el salar de Antofalla, considerado el más largo del mundo (163 km. de longitud), se puede pisar.

Y en esas pisadas, otro de los atractivos impagables es mirar, de cerca y con la mejor luz posible, lo que los lugareños llaman ojos de campo que, en realidad, son géiseres inactivos que se contemplan como lagunas de colores diferentes.

Ojos del Campo en Catamarca

https://youtu.be/AhMp-yqS1F4

El pueblo de Antofalla | Viaje por Catamarca

Los confines de Antofalla, por suerte, no son inescrutables y llegan muy lejos si uno se permite alcanzarlos.

Cuando se ha llegado hasta ahí, hay que ir más lejos y acceder, atravesando el salar, al pueblo de Antofalla, una pequeña y hermosa villa, que se levanta en la ribera del extenso y angosto salar y al pie del gigantesco Volcán.

Este pueblo minúsculo, compuesto por 60 habitantes que se agrupan en 8 familias, vive del pastoreo de las llamas y las ovejas.


Los vecinos de Antofalla pertenecen a la comunidad aborigen Colla.

Apenas vimos a unos cuantos.

Una mujer que alimentaba a sus gallinas nos abrió las puertas de la pequeña iglesia del pueblo.

Y nos habló un poco.

Había otros, discretos, quizá reservando su intimidad ante la abrumadora llegada de los forasteros incapaces de de contener la fascinación al entrar en un lugar semejante en el medio de la nada.

La vida transcurre donde uno no imagina. Pero sucede con sus tiempos y sus formas.

Ellos tienen su cotidiano, al margen de nuestras cámaras ansiosas.

Estaban cuando llegamos y permanecieron cuando nos fuimos.

Y entre salares gigantes y pueblos perdidos todo un paisaje indescriptible.

A veces las  palabras no llegan, o la pericia del cronista no está tan afilada como para proyectar en una narración toda una secuencia de colores, texturas y tamaños que nos dejó mudos, quizá para que ningún comentario pudiera empañar lo que la naturaleza nos entregaba.

Los confines de Antofalla guardan algo místico como para perturbarlo con adjetivos que no lo alcanzan.

Lo mejor no es contarlos, lo mejor es pisarlos.

Por Henar Riegas

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